miércoles, 25 de enero de 2012

Cuando llegue el ocaso (II parte)

15 de diciembre de 1899
Algún lugar del Oceano Atlántico
13:46 PM

El barco se mecía como una cuna mientras el agua salada regalaba una fresca brisa a esas horas del día, Ferdinand había decidido viajar a casa de sus primos en Sudamérica, más específicamente a Chile, un pequeño país muy próspero según sus familiares quienes le contaban las maravillas de sus avances y lo bello del lugar. Su querido primo Jean Silver le había obsequiado una casona en el Barrio de La Recoleta, en el norte de Santiago, un lugar apacible con una hermosa estación de trenes muy cerca de allí y lejos del centro para gozar del silencio que ahora requería.

Al frente del caserón existía un hermoso cementerio inaugurado en 1821, cuya fachada estaba siendo terminada de decorar y que supuestamente sería inaugurada para principios de 1900, la ciudad era bullente y se notaba que la prosperidad estaba en camino.

Este viaje iba a ser muy largo, 27 días de viaje para tocar tierra en el puerto de Buenos Aires primero, solo esperaba no sucumbir a la tristeza de la perdida en medio del mar silencioso.

La noche anterior Ferdinand había utilizado dos coches para el traslado de su equipaje a bordo del “Terranova”, el joven médico desembolsó altas sumas de dinero para poder llevar su cargamento a una pequeña bodega privada en el interior de la nave, sus muebles, las pinturas de su amada y el innumerable material médico le hizo imposible el ocupar solo un coche, además utilizó varios gitanos y negros que descargaban presurosos los bultos a plena medianoche.

La redonda luna gibosa les caía con luz enferma y amarillenta en las espaldas, uno a uno los paquetes y bultos fueron movidos a la oculta bodeguilla en el vientre del barco.
Con los dos coches cási vacíos la tarea estaba por ser completada, solo quedaba en el último vehículo una gran caja de madera y metal, que tenía un rótulo de “Frágil” en un costado que aparentaba estar muy bien sellada y que medía aproximadamente unos dos metros de largo por uno de ancho.

Un fuerte olor químico manaba desde la gran caja, al parecer la formalina o algún derivado de la misma pudo accidentalmente haberse derramado sobre ella inundando el ambiente de un hedor narcotizante. Cinco estibadores se colocaron a los lados del aparatoso bulto para levantarlo, mas, al momento de poner sus cansadas manos sobre la madera sintieron su contenido gélido, pesado y mirándose de soslayo murmuraron nerviosos y se persignaron temblando en la fría noche.

Por un momento aquel grupo hizo el ademán de rechazar esta extraña y fría carga pero a un grito de Pierre, su capataz y encargado de la estibación, se pusieron en fila y bajaron hasta la muda bodega encorvados bajo el peso del largo cajón con una extraña mueca de palido terror en sus rostros. (Continuará)

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